Cuento lo que me contó Miró. (Mansilla)

Estamos en la estancia “del Pino”. Mejor dicho: están tomando el fresco bajo el árbol que le da su nombre a la estancia, don Juan Manuel Rosas y su amigo el señor don Mariano Miró (el mismo que edificó el gran palacio de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia de Dorrego).
De repente (cuento lo que me contó el señor Miró) don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende la vista hasta el horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde estaba atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de salto y parte… diciéndole al señor Miró: “Dispense, amigo, ya vuelvo”.
Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel. Miró mira: nada ve, Don Juan Manuel apura su flete que es de superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los polvos huyen, envolviendo a un jinete que arrastra algo. Don Juan Manuel con su ojo experto, ayudado por la milicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella, que le había hecho interrumpir la conversación. “Un cuatrero”, se dijo, y no titubeó.
En efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada y sin detenerse había enlazado un capón y lo arrastraba, robándolo. El gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció, se apuró. Don Juan Manuel se dijo: “Caray…” De ahí la escena… Don Juan Manuel castiga su caballo. El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo, comprendiendo que a pesar de la delantera que llevaba no podía escaparse por bien montado que fuera, si no largaba la presa.
Aquí ya están casi encima el uno del otro. El gaucho mira para atrás y rebenquea su pingo (a medida que don Juan Manuel apura el suyo) y corta el campo en diversas direcciones con la esperanza de que se le aplaste el caballo a don Juan Manuel.

Entran ambos en un vizcacheral. Primero, el gaucho; después, don Juan Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan Manuel; sale parado con la rienda en la mano izquierda y con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma de una oreja, lo levanta y le dice:
– Vea, paisano, para ser buen cuatrero es necesario ser buen gaucho y tener buen pingo… Y, montando, hace que el gaucho monte en ancas de su caballo; y se lo lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover. La fuerza respeta a la fuerza; el cuatrero estaba dominado y no podía escurrírsele en ancas del caballo de don Juan Manuel, sino admirarlo, y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don Juan Manuel volvió a las casas con su gaucho, sin que Miró por más que mirara, hubiera visto cosa alguna discernible…